Personajes Ilustres de Toledo

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Personajes Ilustres de Toledo

«En esta sección llamada Personajes Ilustres de Toledo vamos a ir publicando y conociendo las distintas personas que, de alguna manera, han destacado y escrito parte de la historia de la Ciudad Imperial de Toledo»

FICHA TÉCNICA

  • Titular: Personajes Ilustres de Toledo.
  • Ciudad: Toledo.
  • Comunidad: Castilla la Mancha.
  • País: España.
  • Guía de Toledo: Diego Calderón.
  • Coordenadas GPS Inicio: Plaza de Zocodover.
  • Latitud: 39º 51′ 34» N.
  • Longitud: 4º  01′ 17» W.
  • Fotomontaje de Fotos: Toledo Desconocido.
  • Autor del los Artículos: José B. Rodríguez.

 

Personajes Ilustres de Toledo

Vamos a desplegar información de personajes ilustres de Toledo. Los vamos a conocer a fondo y vamos a saber el legado que dejaron en nuestra ciudad. En este espacio les vamos a dedicar, desde nuestro modesto punto de vista, un pequeño homenaje.

Situación

La ciudad de Toledo se encuentra en el centro de España en Castilla la Mancha. Es una ciudad que por su pasado, por su historia y por sus famosas Leyendas de Toledo nos cautivará. Por la ciudad imperial de Toledo y con el paso de las «Tres Culturas» a través de los siglos, los personajes ilustres de Toledo han escrito grandes historias. En este apartado vamos a dar buena cuenta de ellos…

Gregorio Marañón

«Marañón perteneció a cinco Reales Academias: Medicina, Lengua, Historia, Ciencias y Bellas Artes. Una sola basta para cimentar el prestigio intelectual de un hombre; así que multipliquen por cinco. Fue también miembro de la Academia Francesa y de la Real Sociedad de Medicina de Inglaterra, trampolín imprescindible para alcanzar el Nobel, que fue quizás el único galardón que le faltó»

Biografía

  • Nombre: Doctor Gregorio Marañón.
  • Año de nacimiento: 19 de mayo de 1887.
  • Lugar de nacimiento: Madrid.
  • Vínculos con Toledo: Vivió en Toledo, Cigarral de Menores.
  • Año de fallecimiento: 1960.
  • Lugar de fallecimiento: Madrid.
  • Aportaciones a Toledo: Escritos y Libros de Toledo.
  • Reconocimientos: Médico, Humanista y Liberal.
  • Autor del artículo: José B. Rodríguez.
  • Montaje de fotos: Toledo Desconocido.

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Doctor Marañón: Elogio y Nostalgia

De todos los muy respetables vecinos de esta toledana calle de Santo Tomé, hay dos que sobresalen por encima de los demás; y estoy seguro de no ofender a nadie con estas palabras si aclaro que uno es la imagen de madera del Cristo, y otro la efigie en bronce de don Gregorio Marañón.

Limitándome al terreno de lo humano -que para lo divino, doctores tiene la Iglesia- y siendo, como en tantas otras materias, también lego en Medicina, no voy a destacar la importancia de Marañón como médico y como investigador. Estas líneas van a abordar sólo algunos de sus aspectos personales, no menos relevantes que los estrictamente científicos.

Aunque nacido en Madrid en 1887, Marañón se hizo, como el Greco, como Juanelo, toledano de adopción. En su cigarral «Los Dolores» pasaba todo el tiempo que sus muchas ocupaciones le permitían, y su espléndido libro Elogio y nostalgia de Toledo está escrito desde la evocación, en la ausencia, de seres y lugares toledanos muy amados por él. En el Cigarral de Menores, «en su paz transida de pasado y de pensamiento», vivió horas muy fecundas; y según su propia frase, en Toledo sintió muchas veces, durante largos años, esa plenitud inefable que se llama felicidad.

Pero ¿Cómo era Marañón?

Marañón era, ante todo, un gran trabajador. Einstein decía que el genio es un diez por ciento de inspiración y un noventa por ciento de transpiración, es decir, de sudor; para Marañón la inspiración era también «una consecuencia del trabajo», y afirmaba que descansar es empezar a morir. Y coherente con esta idea, escribió 95 libros y 1.615 obras diversas entre monografías, conferencias y ponencias de Congresos. Y siempre (porque Marañón manejaba nuestro idioma como pocos) con ese lenguaje fluido, diáfano y sencillo que todo el mundo entiende y asimila.

Si infatigable fue como trabajador, tampoco tuvo cansancio como viajero. Como viajero, no como turista. «En el viaje hay un afán (estético o científico) pero siempre un afán, y esta curiosidad profunda falta en el turismo, que es sólo fugaz pasar y ver.» Él se definió como un viajero de los de sin guía y sin reloj, que jamás pasaba por las cosas sin el cuaderno de apuntes, la cámara fotográfica y el cristal de los lentes coloreados de amor. «Si amo a España -escribió- no es sólo porque he nacido en ella, sino porque he empleado las horas de más noble afán de mi vida en recorrerla palmo a palmo. Salir por los caminos de Dios, muy de mañana, con amigos queridos, a ver lo que depara la jornada…»

Y no sólo era España: «Mañana salgo para América: estaré dos meses en Lima, uno en Buenos Aires, dos en Costa Rica…» Y uno de sus libros lleva esta dedicatoria: «Para Lolita, mi compañera en mi vida de viajes y en el viaje de mi vida.»

Marañón perteneció a cinco Reales Academias: Medicina, Lengua, Historia, Ciencias y Bellas Artes. Una sola basta para cimentar el prestigio intelectual de un hombre; así que multipliquen por cinco. Fue también miembro de la Academia Francesa y de la Real Sociedad de Medicina de Inglaterra, trampolín imprescindible para alcanzar el Nobel, que fue quizás el único galardón que le faltó.

En la política hizo una corta incursión por puro patriotismo. Tras la dictadura de Primo de Rivera, y viendo que el Rey Alfonso XIII se proponía continuar el error con la dictablanda de Berenguer, Ortega y Gasset escribió en El Sol, a finales de 1930, un artículo demoledor donde afirmó: «La Monarquía debe ser destruida». Lo dijo en latín, como muchos siglos antes había dicho Roma de Cartago; pero todo el mundo lo entendió. Poco después, un grupo de renombrados intelectuales fundaba la Agrupación al Servicio de la República.

Allí, junto a Ortega, Pérez de Ayala y Machado, estaba Marañón. Y cuando se proclamó la República, Marañón fue diputado en Cortes. De su labor en ellas da idea un librito que se publicó con el título de Discursos íntegros del doctor Marañón en las Cortes Constituyentes de 1931‑1932. Constaba de cien páginas, todas ellas en blanco, excepto las cinco últimas con un Si o un No en cada página: eran las respuestas de Marañón en las votaciones a las que asistió. A esa crítica malévola respondió Marañón:

«He escrito veintidós volúmenes y ninguno me enorgullece tanto como ése que todavía está sin escribir, pero que ya tiene título: El patriotismo es saber estar en su lugar». Su lugar era la Medicina y, como decía Lincoln, lo mejor que puede hacerse en algunos momentos de la vida política es no despegar los labios…

Y en mayo de 1933, el hombre que había rechazado una Embajada, el cargo de Ministro e incluso la oferta de formar y presidir un Gobierno, el hombre en cuyo despacho se había realizado la transmisión de poderes de la Monarquía a la República, renunció a su acta de diputado. El desengaño lo apartó de la política.

Como Ortega, con su famoso «No es eso, no es eso», Marañón lanzó su «¡No, no, no! (Basta, basta, basta!» ¿Renegó de sus ideas? De eso le acusaron algunos, porque el tronco arrastrado por la corriente cree que el árbol que sigue firme en la ribera anda hacia atrás; pero si cambió de ideas políticas («Qué hermosa era la República en tiempos de la Monarquía!») no cambió de conducta moral.

«Sólo conoce los caminos rectos -afirmó- quien alguna vez erró por los torcidos, y la mejor ejecutoria no es quizá la del hombre impoluto, sino la del que tiene en el alma las cicatrices de las rectificaciones.»

Y llegó el sábado 26 de marzo de 1960. Ese día, Marañón pidió a su hijo Gregorio que lo llevara a un paraje de El Pardo para contemplar desde allí la puesta del sol en Guadarrama. Al regreso pasaron junto a la iglesia de unos frailes a los que él atendía, y pidió parar en ella. Oyó misa y recibió la comunión. Luego llegó a su casa y se acostó. Y aquella noche, una trombosis cerebral acabó con su vida.

Descansó precisamente un domingo: el séptimo día, como el Creador. Y seguro que le dio gracias con esta sencilla oración de su íntimo repertorio personal: «Señor: mi mujer ha sido fecunda sin conocer el dolor, y yo he ganado el pan con el sudor de mi frente; pero el trabajo fue mi mayor alegría.»

Un médico ilustre, con cuya amistad me honré hasta su muerte y cuya tesis doctoral dirigió y apadrinó el doctor Marañón, me escribió una vez: «Se me ocurre pensar que, cuando hace muchos siglos Diógenes buscaba con un candil al hombre perfecto, no lo encontraba por la sencilla razón de que no había nacido todavía. Ese hombre completo, ese fabuloso arquetipo humano, era el Doctor Marañón.»

Juanelo Turriano

«Construyó para el Emperador el Planetario, un mecanismo que reproducía los movimientos del sol, la luna y los planetas entonces conocidos con sus conjunciones y órbitas… Y en este prodigio de relojería grabó Juanelo la célebre inscripción: Qui sim scies si par opus facere conaberis. ‘Sabrás quién soy si intentas hacer una obra igual’…»

Biografía

  • Nombre: Juanelo Turriano.
  • Año de Nacimiento: Año 1500.
  • Lugar de Nacimiento: Cremona, Italia.
  • Vínculos con Toledo: Relojero de Carlos I,
  • Año de Fallecimiento: 13 de Junio de 1585.
  • Lugar de Fallecimiento: Toledo.
  • Aportaciones a Toledo: Creador del Artificio de Juanelo y del autómata Hombre de Palo.
  • Reconocimientos: Nombres de calles y un instituto.
  • Autor del Artículo: José B. Rodríguez.
  • Montaje de Fotos: Toledo Desconocido.

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Juanelo, el del Artificio

Hablar de Juanelo y no emplear más de un folio es una tarea difícil. Hay que abreviar. Pero resulta obligado decir que se llamó Giovanni Torriani y que nació en Cremona (Italia) el mismo año en que nació su gran protector, Carlos I de España. Su origen poco claro ha dado pie a la fantasía para hacerlo hijo de dos amantes, él un Torriani y ella una Visconti.

Dos nobles familias milanesas, pero enemigas irreconciliables por defender una la causa de los güelfos, partidarios del Papa, y la otra la de los gibelinos, partidarios del Emperador de Alemania, en las duras luchas que en la Edad Media sostuvieron el Pontificado y el Imperio. Exactamente igual que, en Verona, los Capuleto y los Montesco de Romeo y Julieta.

Carlos I lo conoció con motivo de su viaje a Bolonia para ser coronado Emperador; y si el uno concentraba en su mano el mayor poder político que jamás conoció el Mundo, el otro era un mecánico relojero ya famoso por su ingenio y su habilidad. De modo que, cumpliendo la frase bíblica de que «si ves un hombre hábil en su profesión, al servicio de Reyes entrará» (Proverbios, 22, 29) Carlos se lo trajo a España. Antonia, su mujer, se quedó en Italia. No es de extrañar, pues, lo que decía de él el embajador de Venecia: molti disordine con donne.

Juanelo (nombre en el que castellanizó el familiar Giovannello italiano) construyó para el Emperador el Planetario, un mecanismo que reproducía los movimientos del sol, la luna y los planetas entonces conocidos con sus conjunciones y órbitas, incluida la excéntrica de Mercurio, y que ajustaba exactamente la órbita de la Tierra a su recorrido anual y a sus tiempos respectivos las demás, hasta los 29 años y 167 días de la de Saturno.

Y en este prodigio de relojería grabó Juanelo la célebre inscripción: Qui sim scies si par opus facere conaberis. «Sabrás quién soy si intentas hacer una obra igual.» Juanelo acompañó al César hasta el final de Yuste, y luego pasó al servicio de Felipe II. Para éste construyó el famosísimo Cristalino, un reloj con sus 180 ruedas dentadas talladas en cristal de roca. Y en 1565 Juanelo recibió el encargo de subir el agua al Alcázar de Toledo, para ser distribuida desde allí a toda la ciudad.

Una ciudad con seculares problemas de abastecimiento de agua, que los romanos resolvieron con un acueducto, los árabes con aljibes (y dicen que con una noria gigantesca) y los cristianos a fuerza de aguadores. De cuya abundancia, por cierto, se hace eco Gracíán hablando de oficios vulgares en la Crisi V de El Criticón: «que se hallan aquí más aguadores que en Toledo…» Y Juanelo, claro, subió el agua a Toledo.

Tardó cuatro años. En 1569 el artificio empezó a funcionar, subiendo diariamente 1.700 cántaros de 4 azumbres, mucho más de lo estipulado. Pero Juanelo, que había hecho las obras a su costa y con la condición de que sólo cobraría si su ingenio funcionaba, tampoco cobró cuando funcionó el artificio. El Ayuntamiento alegó que el agua se quedaba para el consumo del Alcázar de Toledo y no llegaba al vecindario.

Así que era el Rey quien debía pagar. Pero el Rey, en cuestión de dineros, estaba aún peor que el Ayuntamiento. Por fin, seis años después, Juanelo cobró sólo una parte, a condición de suscribir un nuevo acuerdo por el cual debía levantar otro ingenio, de las mismas características que el primero, para uso exclusivo de la ciudad. El segundo artificio empezó a funcionar en 1581, pero el Ayuntamiento no cumplió lo prometido. Y durante ese tiempo, los préstamos y los intereses elevaron la ruina de Juanelo a la categoría de completa.

¿Cómo era el artificio? Por desgracia, se perdieron los planos. Algo sabemos por la descripción, un tanto confusa, del cronista Ambrosio de Morales. Dos sistemas (cuyo análisis no es de este lugar) han formulado los estudiosos: el de torres verticales, del norteamericano Ladislao Retti, y el de plano inclinado, de nuestro vecino (no sólo de ciudad, sino también de barrio) Juan Luis Peces, que en 1969 construyó una maqueta de su sistema.

Pero el artificio debía de ser tan ingenioso y perfecto que maravillaba a cuantos lo veían, «y aún después de visto era difícil de entender la suavidad, concierto y sosiego del movimiento.» Maravilló también a Gracián (volvamos a él), que habla en su Criticón de la Fuente de la Sed, «famosa por su artificio, envidia del de Juanelo» (Crisi VII) y «del famoso artífice que al mismo Río Tajo dio una corte de aguas cristalinas» (Crisi VIII)

Un célebre tratado, «Los veinte y un libros de los ingenios y máquinas de Juanelo», recoge todas sus aportaciones científicas a la ingeniería hidráulica, desde pozos, presas, molinos y conducciones hasta puentes de barcas y obras de fortificación para proteger los puertos de los ataques enemigos.

Juanelo, con sus grandes conocimientos matemáticos y astronómicos, colaboró en la reforma del calendario hecha por Gregorio XIII. Colaboró también con Juan de Herrera en el proyecto para hacer navegable el Río Tajo desde Toledo hasta Lisboa, y otro gallo nos cantara si esa obra se hubiese realizado. Fue autor de muchos ingenios mecánicos, y pronto su fama se transformó en leyenda, a veces disparatada.

Un autor poco documentado, cuyo nombre prefiero cubrir con el manto piadoso del silencio, dice cosas tan peregrinas como éstas: «El inventor se había construido un androide de madera para que le hiciese los recados. Todas las mañanas daba cuerda a su criado y le encargaba que fuese con una cesta hasta el Palacio Arzobispal para recoger allí una hogaza de pan y un poco de carne.» Un autómata, pues, que no sólo bajaba y subía cuestas, volvía esquinas y caminaba en direcciones diversas, sino que también estaba dotado de inteligencia artificial para comprender órdenes y ejecutarlas. ¡Señor, Señor, qué fantasías! Porque, realmente ¿Qué era ese «hombre de palo»?

«A mediados del siglo XVII -dice Julio Porres en su Historia de las Calles de Toledo-, se empieza a hablar de un Hombre de Palo cuya situación exacta no se precisa, sin duda como objeto conocido por todos y tan famoso que no es necesario describirlo.» Según algunos, se trataba de un estafermo, un hombre de madera con los brazos en cruz que se usaba en ciertas fiestas populares. En un brazo tenía un escudo, en el otro un saco de tierra de regular tamaño. Giraba alrededor de un mástil, de manera que si se golpeaba en su escudo y no se andaba vivo, el saco de tierra sacudía la espalda del jugador inhábil.

Finalmente -sigue diciendo Porrres-, Ramírez de Arellano aclaró documentalmente que se trataba de una figura humana (no hace falta decir que de madera) con una hucha para recoger las limosnas destinadas al Hospital del Nuncio Viejo. Vemos que, la Leyenda del Autómata que recorría diariamente la calle de su nombre para recoger en el Palacio Arzobispal la comida del artífice -que dicen que habitaba en esa calle, lo que tampoco es exacto- carece de fundamento.

Pero la fama del genial relojero perduraba, y si el muñeco era llamativo o tenía algún movimiento, no es extraño que se le atribuyese su autoría. Por lo demás, Juanelo murió a finales del XVI; del Hombre de Palo se empezó a hablar a mediados del XVII. Ni siquiera fueron contemporáneos.

Del ingenio, hoy, no queda nada. Cuatro grandes columnas de granito de más de once metros de altura, que iban a formar parte de él, se quedaron en las canteras de Orgaz. Si vais al Valle de los Caídos, las veréis en la entrada. Y se cuenta, como anécdota, que hubo que pagar 2.500 pesetas de las de entonces para «convencer» a los conductores de los gigantescos camiones que las transportaban. Temían que se hundiese el Puente de Alcántara al pasar sobre él con tamaña carga.

El artificio funcionó setenta años: hasta 1639. Su autor murió el jueves 13 de junio de 1585, a las seis de la mañana, solo, pobre y olvidado. Como Cervantes, como Colón, como tantos otros genios, de nuestra tierra o de otras, a las que España pagó tarde, mal o nunca, cuando no con el desdén o la ingratitud, la fama que añadieron a su historia.

Y así nos lució el pelo.

 

Miguel de Cervantes

«Según dice Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho, ‘el primer entuerto enderezado por nuestro caballero, y como todos los demás que enderezó, torcido queda’. Porque la pobre Tolosa seguiría su camino hacia Sevilla en compañía de los arrieros, y seguiría también, para su desgracia, sometida a la humillante condición de sumidero de la lujuria ajena»

Biografía

  • Nombre: Miguel de Cervantes.
  • Año de Nacimiento: Año 1547.
  • Lugar de Nacimiento: Alcalá de Henares, Madrid.
  • Año de Fallecimiento: 22 de Abril de 1616.
  • Lugar de Fallecimiento: Madrid.
  • Aportaciones a Toledo: El Quijote.
  • Autor del Artículo: José B. Rodríguez.
  • Montaje de Fotos: Toledo Desconocido.

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Miguel de Cervantes: Un Homenaje a Cervantes

Yo creo que después de cuatro siglos, de El Quijote ya se ha dicho todo. Leí el otro día que el famoso torero Francisco Montes Paquiro (18051851) tuvo la santa paciencia de contar, mientras convalecía de una cogida, las veces que figuraban en la obra los nombres de don Quijote y Sancho. El resultado, según Paquiro, fue asombroso: exactamente 2.168 veces cada una. 2.168 veces «don Quijote», 2.168 veces «Sancho» (1).

Después de esto, encontrar aspectos no explorados u observaciones inéditas me parece labor que rebasa las graves limitaciones de mis cortos conocimientos, y empresa que, al menos por mi parte, me parece irremediablemente condenada al fracaso.

Así pues, y desechado todo intento de novedades, me gustaría comentar algunos pasajes de El Quijote relacionados con Toledo o con los toledanos. Por ejemplo, aquél del capítulo III (en el que don Quijote es armado caballero) cuando una toledana, la Tolosa, «hija de un remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya» y «mujer moza destas que llaman del partido», le ciñe la espada y pide a Dios que le dé ventura en lides, y don Quijote le ruega que se ponga don y de allí adelante se llame doña Tolosa.

Y éste fue, según dice Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho, «el primer entuerto enderezado por nuestro caballero, y como todos los demás que enderezó, torcido queda.» Porque la pobre Tolosa seguiría su camino hacia Sevilla en compañía de los arrieros, y seguiría también, para su desgracia, sometida a la humillante condición de sumidero de la lujuria ajena.

O aquél del capítulo IV, cuando tropieza don Quijote con unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia, seda que se tejería en los 5.500 telares que por aquella época (1620) había en Toledo. Un censo de 1663 hizo subir la cifra a 9.561, pero los daños causados por las tropas del Archiduque Carlos en la guerra de Sucesión redujeron ese número a 70 en 1715.

Para remediar esos males se pensó en rehacer la industria textil, y para no tener que comprar seda en Murcia se ideó un pintoresco proyecto de plantación de moreras: 100 aquí, 150 allí, 50 un poco más allá, hasta completar, una por una, la cantidad de 1.286.150 moreras que se estimaban necesarias para la recuperación de la industria sedera. Proyecto que resultó irrealizable por disparatado, y que puede verse detalladamente en la obra de Martín Gamero… Los cigarrales de Toledo.

O el famosísimo capítulo IX, cuando Cervantes encuentra en el Alcaná toledano el cartapacio con la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. El Alcaná era (según Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana de 1611) «una Calle de Toledo, toda de tiendas de tratantes», que ocupaba en aquella época lo que hoy es la Calle de las Cordonerías, desde la Ropería hasta las Cuatro Calles (Julio Porres: Historia de las Calles de Toledo); y tal fue el contento de Cervantes por el hallazgo, que buscó un morisco que se la tradujese del arábigo al castellano, y para facilitar el negocio «le truje a mi casa, donde en poco más de mes y medio me la tradujo toda.» Evidentemente, el morisco es pura ficción; pero no la casa.

¿Cuál pudo ser ésa? Posiblemente, una de su suegra. Casado Cervantes con doña Catalina Salazar, vecina de Esquivias, no tardó mucho la madre de ésta en darle un poder general para «pedir, recibir y cobrar cuantas cantidades se me deban por rentas de los bienes que me pertenecen en dicho lugar de Esquivias y en la ciudad de Toledo».

Y entre estos bienes se hallaba -se sabe documentalmente- una casa que, con el número 35, existió en la Calle del Barco. Cervantes era administrador de esos bienes y a cobrar sus rentas vendría, y quizás (aun teniéndola alquilada) se reservase en ella -como hacía su difunto suegro- «una cama donde aposentarse cuando iba a la dicha ciudad a negociar lo que le cumplía.»

¿Más recuerdos de Toledo? Sí. Por ejemplo, en el viaje de regreso a su aldea (Primera Parte, capítulo LXVIII) el enjaulado don Quijote se encuentra con un canónigo toledano, que cita entre otros nombres famosos por su valentía a un Garcilaso de Toledo; en el capítulo I de la Segunda Parte, el Cura y el Barbero van a visitar a su amigo y le encuentran «sentado en la cama, vestida una almilla de bayeta verde, con un bonete colorado toledano…»

Covarrubias habla de los bonetes de lana y aguja que se fabricaban en Toledo y se vendían en gran cantidad para fuera de España, y de Toledo sería el bonetillo colorado y grasiento, propiedad del ventero, que se menciona en el capítulo XXXV de la Primera Parte en la batalla de los cueros de vino. En un Memorial que hacia el año de 1617 se presentó al Rey Felipe IV se hacía muy triste pintura del estado en que se hallaba la ciudad, y entre otras muchas ruinas había: «un trato grueso de bonetería que había en ella, de que se proveía toda África y en que se entretenía y con que se sustentaba gran número de gente, está casi perdido y arruinado.»

El Palacio de Galiana, el Hospital del Nuncio, «el canónigos de Toledo que habla con el enjaulado don Quijote, el boticario toledano que hablaba como un jilguero»… Hombres y lugares de nuestra ciudad, y otros que las limitaciones de espacio dejan en el tintero, pero no en el olvido.

Y sobre todo, quería yo hablar del capítulo XIX de la Segunda Parte, cuando don Quijote llama a Sancho prevaricador del buen lenguaje y éste le responde que «no hay para qué obligar al sayagués a que hable como el toledano, y toledanos puede haber que no las corten en el aire en esto de hablar pulido.»

Sayago es una comarca zamorana, cerca de la raya con Portugal, cuya habla, en tiempos de Cervantes, era prototipo del lenguaje palurdo, grosero y tosco, porque, según Covarrubias, «los de Sayago lo eran mucho»; y aún hoy, el Diccionario define el término sayagués como «tosco, inculto y rústico», aunque puntualiza que es vocablo desusado. Por contra, el habla del toledano, la lengua imperial, se tenía por modelo de corrección y pureza.

Ya en tiempo de los Reyes Católicos -según el médico Francisco López de Villalobos- presumían los de Toledo de la perfección de su habla, y el doctor Francisco Pisa, toledano y contemporáneo de Cervantes, cuenta que el rey Alfonso X ordenó que «si hubiese diferencia en el entendimiento de algún vocablo castellano, que recurriesen a Toledo como guía de la lengua castellana, por tener en ella nuestra lengua más perfección que en otra parte.» También Lope se hacía eco de esto en Amar sin saber a quién:

«Dicen que una ley dispone
que si acaso se levanta
sobre un vocablo porfía
de la lengua castellana,
lo juzgue el que es de Toledo»

Era entonces Toledo «civitas regia, cabeza de las Españas y centro y corazón de ellas», según afirma la respuesta que dio Luis Hurtado de Mendoza, sacerdote de la parroquia de San Vicente, a la encuesta ordenada por
Felipe II (las famosas Relaciones) que afectó a todas las poblaciones del Reino. Y Luis Hurtado añade:

«Es felicidad ser un hombre bien nacido, de proporciones agradables, de composición perfecta, de padres libres, de noble familia y de religión verdadera; vivir en pueblo seguro, entre gente leal, vulgo pacífico y congregación discreta; y finalmente, debajo de un rey justo y caritativo». Pues todas esas condiciones tienen los bienaventurados hijos de esta ciudad de Toledo, verificándose así el refrán o sentencia de la vieja filosofía que dice: «Al que Dios quiso bien, en Toledo le dio de comer». Son sus naturales de delicado entendimiento, discreto lenguaje, traje honesto, semblante señoril, y por la constancia de los varones y la hermosura y majestad de las mujeres, donde quiera que van son respetados.

«Y su lenguaje es el más cortado y pulido que en lo castellano se habla, y su pronunciación muy clara y sonora con integridad y cumplimiento de letras, de manera que lo mismo que habla escribe, y lo que escribe habla.»

Ésta era igualmente la opinión del genial Baltasar Gracián (que también estuvo entre nosotros en 1617, cursando estudios de Letras y Filosofía) cuando en la Crisi X de la I Parte de El Criticón habla de aquella Reina excelsa, Isabel la Católica, que confesaba «que nunca se sentía necia sino en Toledo» y llama a nuestra ciudad «taller de la discreción, escuela del buen hablar; que en otras partes tienen el ingenio en las manos, y aquí en el pico, y donde dice más una mujer en una palabra que en Atenas un filósofo en todo un libro», o cuando en la Crisi XIII de la II Parte va enviando «los hombres de bien a Castilla, los valientes a Extremadura y la Mancha, las mujeres hermosas a Granada, las discretas a Toledo…»

«Toledo -dice Clemencín en sus Comentarios-, ha conservado, y con razón, hasta nuestros días (los días de Clemencín, que vivió entre 1755 y 1834) el crédito del buen lenguaje, y yo en mi niñez he oído hablar de extranjeros que habían preferido venir a Toledo a aprender el castellano.»

Y Marañón, en su Elogio y nostalgia de Toledo, dice hablando de Garcilaso que «de Toledo tenía también el gran poeta el habla limpia y rumorosa. Aun hoy -escribe en 1940- suena a agua entre piedras la charla de los toledanos a quienes no ha maleado la infausta proximidad de Madrid…»

Pero ¡ay! que después de leer tantas palabras hermosas me asalta una duda inquietante. ¿Qué queda de todo aquello? La respuesta, desoladora y triste salvo raras excepciones, se encuentra en nuestras Calles, en nuestras tertulias, en nuestros campos, escuelas, mercados y talleres….

¿Tiene esto remedio? No lo sé. No creo que haya ningún bálsamo de Fierabrás que lo solucione de la noche a la mañana; pero creo que algo se adelantaría si la gente viera menos televisión y leyera algo más. Y tal vez una buena ocasión para empezar a hacerlo fuese este IV Centenario de El Quijote, y tal vez el mejor homenaje que en él podríamos hacer a Cervantes es leer su obra inmortal, cuyo alcance filosófico iguala, si no supera, al encanto de la invención y del estilo.

En la risa de Dickens, en la de Eça de Queiroz, resuena la risa antigua de Cervantes, igual que su ternura y su melancolía en las novelas de Pérez Galdós y en los poemas del destierro de Luis Cernuda. Faulkner cuenta que leía El Quijote todos los años. En el barco que lo llevaba desde la horrible Europa del nazismo a su exilio en los Estados Unidos, Thomas Mann se consolaba leyendo El Quijote…

Entre seis mil millones de seres humanos -lo digo muchas veces- hay cuarenta millones de privilegiados que pueden leer El Quijote en su lengua original, sin traducciones que, por muy fieles que sean, jamás recogerán todas las sutilezas e ironías de nuestro idioma.

«Otras obras maestras -dice el académico Antonio Muñoz Molina- nos intimidan. La lectura de El Quijote parece que nos provoca sólo gratitud: de una manera honda y sutil nos va haciendo mejores, y ya nos acompaña siempre aunque no nos demos cuenta.»

Así que, desde hoy, empecemos a ser mejores. Y más cultos. Ahora que lleva cuatrocientos años en el mundo, empecemos hoy mismo a leer o a releer El Quijote.

(1).- Las cifras son ciertas sólo en lo que a Sancho se refiere, no así en cuanto al hidalgo manchego que lo supera en cuarenta y dos nominaciones, esto es, aparece 2.210 veces. Estos datos pertenecen a la edición del Quijote de Clemencín, sin tener en cuenta los prólogos ni las adiciones a la primera parte de 1605. Si hacemos el recuento sobre la edición que hoy se tiene por definitiva, la del Instituto Cervantes, don Quijote aparece nombrado en toda la obra 2.240 veces y Sancho 2.187.

 

Isabel de Castilla

«Y aquí celebró, en 1480, las Cortes más importantes de su reinado. ¿Por qué? Porque la Reina amaba a Toledo, y tenía tan buen concepto de los toledanos que decía, según refiere Gracián en la Crisi X de El Criticón ‘que nunca se hallaba necia sino en esta oficina de personas’…»

Biografía

  • Nombre: Isabel de Castilla.
  • Año de Nacimiento: 22 de Abril de 1451.
  • Lugar de Nacimiento: Madrigal de las Altas Torres.
  • Vínculos con Toledo: Reinó en Toledo.
  • Año de Fallecimiento: 1504.
  • Lugar de Fallecimiento: Medina del Campo.
  • Aportaciones a Toledo: Mandó construir el Monasterio de San Juan de los Reyes.
  • Autor del Artículo: José B. Rodríguez.
  • Montaje de Fotos: Toledo Desconocido.

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Isabel de Castilla, La Mejor Reina de España

El estado de Castilla en tiempos del hermanastro de Isabel, Enrique IV el Impotente, era penoso: nobles levantiscos, que se burlaban del rey; la Reconquista, prácticamente paralizada desde San Fernando; Juana la Beltraneja, hija de la reina y de don Beltrán de la Cueva, por heredera de la corona; la hacienda real, en las últimas… «Toda Castilla padece llena de mucha avaricia e rapiña, e de muchas guerras e bandos e parcialidades, e de muchos ladrones e salteadores e rufianes e matadores e tahúres…» dice el cronista Andrés Bernáldez.

El mal venía de lejos: en 1325, la crónica real de Alfonso XI contaba que «todos los ricoshomes et los caballeros vivían de robos que facían en la tierra; et en ninguna parte del reyno non se facía justicia con derecho; et llegaron las cosas a tal estado, que aunque hallasen los homes muertos por los caminos non lo habían por extraño…»

Un minucioso investigador, siguiendo las detalladas crónicas reales, ha contado los días de estancia de Isabel, siendo reina, en diferentes lugares: Córdoba, su residencia durante la guerra de Granada, 835 días; Medina, 811; Granada, 747; Madrid, 657; Sevilla, 589; Segovia, 267… En la relación no figura Toledo; y sin embargo, la Reina eligió nuestra ciudad para levantar el templo de San Juan de los Reyes en acción de gracias por la victoria de Toro frente a los portugueses (1476) que le daba definitivamente la corona de Castilla.

El primer proyecto, de Mendo Jahenet, no fue de su agrado: «¿Esta nonada me habéis hecho aquí?» y encargó la obra a Juan Guas. Y aquí celebró, en 1480, las Cortes más importantes de su reinado. ¿Por qué? Porque la Reina amaba a Toledo, y tenía tan buen concepto de los toledanos que decía, según refiere Gracián en la Crisi X de El Criticón «que nunca se hallaba necia sino en esta oficina de personas».

Y por el prestigio del Cardenal Mendoza, Arzobispo de Toledo y decidido partidario suyo, para inclinar a favor de los Reyes voluntades dudosas de los procuradores; y por el deseo de anudar la nueva monarquía que nacería en Toledo con la vieja tradición visigoda. El italiano Baltasar de Castiglione, autor de El Cortesano, estuvo en Toledo como embajador y señala que «a no ser que todos los españoles se hayan puesto de acuerdo para mentir, la Reina Isabel inventó en las Cortes de Toledo una divina manera de gobernar.»

¿Cómo era la Reina Isabel? «Tenía los ojos garzos, las pestañas largas muy alegres, sobre gran honestidad y mesura; los dientes menudos y blancos, risa de la cual era muy templada, y pocas y raras veces era vista reír como la juvenil edad lo tiene por costumbre.» Lucio Marineo Sículo, uno de los mejores humanistas de su tiempo (que ella se trajo de Sicilia) la describe como «recta en la justicia y de ella inseparable, obsequiosa, espléndida, liberal y magnánima», aunque para Fernando del Pulgar su única falta era que «remuneraba poco los servizios, e por ello dezían della que no era muy dadivosa».

El milanés Pedro Martire d’Anghiera, que en España llamamos Pedro Mártir de Anglería, autor de las Décadas del Nuevo Mundo, la describía como «mujer más fuerte que varón fuerte, más constante que toda alma humana, maravilloso ejemplo de honestidad y pudor, semejante a la cual nunca la Naturaleza hizo otra mujer» (epístola 6) y se declaraba «tan preso en la serenidad de su rostro, que no siento la menor nostalgia de mi patria» (epístola 14). Los elogios son incontables.

También ha tenido algún detractor por el establecimiento de la Inquisición; pero los hechos históricos deben situarse en su tiempo. Isabel estableció la Inquisición en la época en que la cabeza de Tomás Moro, una de las más brillantes de Inglaterra, rodaba bajo el hacha de su rey Enrique VIII o los calvinistas quemaban en Ginebra a Miguel Servet. En cuanto a la colonización americana, al implacable defensor de los indios, fray Bartolomé de las Casas, le asombra «el santo celo, intenso cuidado, continuo sospiro de la dicha señora muy alta Reina a favor destas gentes e para la conservación e salvación dellas». Ahí están las Leyes de Indias. En cuanto a las Órdenes religiosas.

«Viejo pensamiento era de los monarcas -escribe Luys Santa Marina-, llevar a los claustros el espíritu de orden y justicia que habían infundido al reino, y solicitaron del Papa autorización para reformar todos los monasterios de frailes y monjas de sus Estados.» La relajación de costumbres era tal que «había en los claustros falta de varones buenos, ya que no de buenas hembras».

Un hijo bastardo de Fernando V era Arzobispo de Zaragoza, y en las sillas de Toledo, Santiago y otras, se sentaban Prelados que se hacían acompañar de sus hijos naturales. Y esto incluso en la tumba: el Arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo, mandó que se le enterrase en el presbiterio de San Diego de Alcalá al lado de su hijo don Troilo. La depravación era casi general en unos conventos cuyos moradores tenían de todo menos de religiosos. «No quiero concretar más -señala un historiador-, porque es materia ingrata y nada edificante.»

La reforma fue tan rigurosa que levantó ampollas, y las quejas llegaron hasta el Papa. Éste habló al General de los franciscanos, y el resultado fue que un Comisionado de la Orden, el italiano Gil Delfini, vino a Castilla para ver lo que de cierto había en las protestas y exponérselas a la reina.

Refiere el P. Luis Coloma que fray Gil presentó sus quejas contra el reformista intruso, y aún contra la misma reina, con tal atrevimiento e insolencia que más de una vez estuvo tentada Isabel de mandarle callar y hacerle salir de su presencia. Contúvose, sin embargo, por respeto al religioso, y cuando éste acabó de hablar le dijo con mesura:

-Padre mío, ¿pensasteis bien lo que habéis dicho? ¿Sabéis con quién estáis hablando?

-¡Sí, señora! -respondió el soberbio fraile- ¡Con la reina de Castilla, que es polvo y ceniza como yo!

Y diciendo esto, salió altaneramente de la estancia, sin hacer cortesía ni pedir la venia. Llegaba ya a la puerta cuando sintió que le tiraban del hábito, y se volvió. Era un caballero aragonés llamado Gonzalo de Cetina, que muy bajito, pero echando lumbre por los ojos, le dijo:

-Si lo que habéis dicho a la muy noble reina de Castilla en sus propios Estados se lo dijerais en mis tierras de Aragón, juro a Dios que yo mismo os ahorcara con esa cuerda que lleváis ceñida a la cintura.

Saludable fue el aviso para el fraile. Amainó su cólera, y aunque fanfarroneando un poco, se volvió para Italia sin hacer cosa de mayor sustancia.

La figura de Isabel de Castilla está inseparablemente unida a la de Fernando de Aragón. Tras un novelesco viaje del novio disfrazado de arriero, Fernando llega de incógnito a Valladolid el 14 de octubre de 1469. El 18 se celebra la boda civil; el 19, la religiosa. «Cada uno de los dos -dirá Baltasar Gracián- era para hacer un siglo de oro y un reynado felicísimo; quanto más entrambos juntos.» La política estará regida por el lema del Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando, acerca del cual no me resisto a contar una anécdota deliciosa.

Solía la Reina escuchar las crónicas de su reinado que iba escribiendo Andrés Bernáldez, el cura de Los Palacios, y un día, al oír que «las tropas de Don Fernando derrotaron a los portugueses en la batalla de Toro», corrigió al cronista.

-Señor cronista, hay que poner: «Las tropas de Don Fernando y Doña Isabel derrotaron a los portugueses en la batalla de Toro»; y no olvidéis que en estos reinos hacemos las cosas los dos y nunca uno por sí.

Bernáldez calló, pero tomó nota. Y pasado un año, mientras la reina bordaba en el Alcázar sevillano junto a la cuna del recién nacido príncipe Juan, el cronista leyó con mucha seriedad el borrador de la anotación del parto: «Y a 30 de junio de 1478, hora y cuarto antes del mediodía, Don Fernando y Doña Isabel parieron un hijo en este Alcázar de Sevilla.»

Dicen que Doña Isabel se mordió los labios para aguantar la risa.

«Juntamente así ayuntados -cuentan las crónicas- reynaron e gobernaron treinta años, y aunque en cuerpos dos, en voluntad e unión eran uno sólo.» «Aquel tiempo -dice Gonzalo Fernández de Oviedo- fue áureo e de justicia, e el que tenía la razón valíale. He visto que después que Dios se llevó esta sancta reyna, es más trabajoso negociar con un mozo de un secretario que entonces con ella e su Consejo.»

El matrimonio tuvo cinco hijos: Isabel -enterrada en el toledano convento de la santa de su nombre- que casó primero con Alfonso, hijo de Juan II, rey de Portugal, y con otro portugués, Manuel I el Afortunado, cuando quedó viuda del primer marido; luego el viudo fue Manuel, y se casó con María, la cuarta hija de los Reyes Católicos. El segundo hijo fue Juan, que casó con Margarita de Austria, hija del emperador Maximiliano y hermana de Felipe el Hermoso; Juana, la tercera (bautizada en Toledo, dicen que en la Parroquia de El Salvador), casó con Felipe el Hermoso -hermano y hermana con hermana y hermano-.

Juan murió de tanto amar; de tanto amar enloqueció Juana. Y por fin, Catalina, que se casó primero con el príncipe Arturo de Inglaterra, y viuda al año, se casó con el hermano de Arturo, Enrique VIII. Luego vino Ana Bolena (en mi pueblo, aún se llama nabolena a la mujer lagartona e intrigante), y Catalina fue encerrada de por vida en el Castillo de Kimbolton; pero durante un tiempo, en la corte inglesa se habló castellano.

(Si el viajero que llega a la estación Victoria de Londres baja por la amplia avenida de Vauxhall Bridge Road, cruza el río y sigue después por Kennington Lane, llegará a Elephant and Castle. Hoy es una bulliciosa plaza londinense; en 1501 era un descampado al que salió el príncipe Arturo para recibir a Catalina, y el lugar tomó el nombre de la Infanta de Castilla por las aclamaciones y vítores de los caballeros castellanos que la acompañaban. Pero pongan ustedes en labios ingleses las palabras, para ellos extrañas, de la Infanta y Castilla, y sabrán por qué, andando el tiempo, el nombre se corrompió fonéticamente y el lugar se llama hoy, en inglés, Elefante y Castillo.)

En 1492, conquistada Granada, descubierta América, unidos los reinos de Castilla y de Aragón, la obra política de Isabel está terminada (falta Navarra, pero de eso ya se encargará Fernando) y el insigne gramático Nebrija le dedica estas frases: «Por la industria, trabajo y diligencia de Vuestra Majestad, los miembros y pedazos de España se redujeron y ajustaron en un cuerpo y unidad de reino, la forma y trabazón del cual así está ordenada que muchos siglos, injuria ni tiempos no la podrán romper ni desatar.»

Elio Antonio de Nebrija, Dios te oiga.

 

Baltasar Eliseo de Medinilla

«En una vieja casona de Toledo, remozada no hace mucho, encontramos una lápida en su fachada que dice: ‘La Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas conmemora el tercer centenario de la muerte del gran poeta toledano Baltasar Elisio de Medinilla erigiéndole esta lápida. Le mataron en esta casa en 30 de agosto de 1620′. Y las preguntas surgen en seguida. ¿Quién fue Baltasar Elisio de Medinilla? ¿Quién lo mató? ¿Por qué?»

Biografía

  • Nombre: Baltasar Eliseo de Medinilla.
  • Año de Nacimiento: 28 de junio de 1585.
  • Lugar de Nacimiento: Toledo.
  • Vínculos con Toledo: Nació, vivió y murió en Toledo.
  • Año de Fallecimiento: 30 Agosto de 1620.
  • Lugar de Fallecimiento: Toledo.
  • Aportaciones a Toledo: Escribió el poema teológico (Limpia concepción de la Virgen Nuestra Señora), poema descriptivo (Descripción de Buenavista).
  • Reconocimientos: Poemas, romances y prosas.
  • Autor del Artículo: José B. Rodríguez.
  • Montaje Fotos: Toledo Desconocido.

baltasar eliseo de medinilla ilustres de toledo

Medinilla, La Muerte de Medinilla

No lejos de este Rincón, y bajando a San Juan de los Reyes por la cuesta de las Carmelitas Descalzas, encuentra el paseante un minúsculo jardín lindero con el convento y una vieja casona, remozada no hace mucho, con una lápida en su fachada:

«La Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas conmemora el tercer centenario de la muerte del gran poeta toledano Baltasar Elisio de Medinilla erigiéndole esta lápida. Le mataron en esta casa en 30 de agosto de 1620.»

Y las preguntas surgen en seguida. ¿Quién fue Baltasar Elisio de Medinilla? ¿Quién lo mató? ¿Por qué?

Lean ustedes cualquier tratado de Literatura española: tendrá que ser de ocho o diez tomos para que encuentren en él alguna referencia a la persona y a la obra de Medinilla. Así que tómese lo de «gran poeta» con cierta reserva y convengamos en que se trata del comprensible entusiasmo del centenario y no de un juicio imparcial.

Toda la obra de Medinilla consiste en un extenso poema teológico (Limpia concepción de la Virgen Nuestra Señora), de un barroco y plúmbeo poema descriptivo (Descripción de Buenavista) y de otras composiciones menores en las que aflora su conceptismo sacro en forma de villancicos, romances y glosas.

Nuestro poeta nació en Toledo el 28 de junio de 1585. Sus padres se habían casado el 25 de noviembre del año anterior, con que echen ustedes cuentas. Su infancia transcurre entre tristezas. A los cinco años pierde a su padre; a los diez, a su abuelo. La situación de la familia era angustiosa. Recogidas en el Convento de Santa Úrsula (a doscientos pasos de aquí) sus dos hermanas Gracia y Estefanía, la mayor profesó cuando apenas había cumplido los diez años; la menor, algo más tarde, en 1595. Baltasar estuvo al cuidado de diversos tutores hasta que.

Inclinado al cultivo de las letras, trató sin éxito de ingresar en la corte literaria que rodeaba al Conde de Lemos y entró como criado al servicio del Conde de Mora. No debía de ser el magnate muy espléndido, pues sabemos que hasta el papel escaseaba: los borradores de algunos trozos del poema de la Limpia concepción están escritos utilizando el reverso en blanco de las cartas que su hermana Gracia le escribía desde el convento. Convento que tampoco debía de ser Jauja, porque en una de ellas le pide «un par de perdices, o si no, sean gallinas».

Así, en la sosegada tranquilidad de esa vida sin horizontes, pero sin sobresaltos, transcurre la vida de Medinilla. En la época toledana de Lope de Vega, traba cierta amistad con él. Los panegiristas de Elisio realzan esa amistad como si de un don precioso se tratase, cuando es sabida la bajeza moral de Lope, su servilismo con los poderosos y su censurable conducta con todos.

La lectura de su correspondencia con el Duque de Sessa ilustra cuanto digo: en febrero de 1616, Lope escribe al Duque y le envía el poema de la Limpia concepción: «Ése es el poema medinífero, con sus décimas tales cuales, pero con buen deseo.» Las décimas son tales cuales, y el buen deseo su único mérito.

Siete meses más tarde vuelve a hablar al Duque del mismo poema: «No he acabado de leer a Medinilla, por cansado y por impertinente escolástico.» Mal se conjugan tales juicios con esa «admiración hacia el poeta toledano» de que habla el estudioso toledano Francisco de Borja San Román. Lope fue un gran dramaturgo, pero un esclavo de sus pasiones; Medinilla, un poeta sin relieve que sólo ha motivado el interés de los estudiosos (como reconoce el mismo San Román) «por su trágico fin.»

La muerte de Medinilla estuvo rodeada de misterio durante muchísimos años. Incluso una fantástica teoría atribuyó su muerte a un enredo de faldas con la madre del insigne comediógrafo Agustín de Moreto, y el crimen a una venganza del mismo Moreto… (que en 1620 tenía dos años de edad).

Lo más probable -y digo «probable» porque nada quedó claro en este asunto- es que el autor de la muerte de Medinilla fuese un caballero toledano llamado Jerónimo de Andrada. La familia de Medinilla y la del supuesto matador habían tenido cierta relación de amistad, y un tío-abuelo de Jerónimo fue padrino de pila de Baltasar. Pero ni Jerónimo ni su padre, Martín de Andrada, eran dos angelitos. El suceso ocurrió en la casa de la lápida, y he aquí cómo lo cuenta una monja del vecino Convento de las Carmelitas:

«Quiero contar a Vuestra Reverencia una desgracia que aconteció el domingo por la noche en casa de don Martín, nuestro vecino, después de otras muchas en que estaban metidos padre e hijo, que les habían achacado dos muertes, y entrambos andaban huidos de casa un año o casi. El don Jerónimo ya se acordará V.R. el odio que tiene a su hermana Inés por haberle dado su padre a ella el mayorazgo; de manera que hace grandes diligencias por matarla, y con este fin entra por los tejados a deshora, y por la puerta lo mismo.

El domingo fue con este fin al anochecer, y halló allí un gran amigo que tenía, todos en un corredor; fue a buscar a la doña Inés su hermana, y la madre asióse de él, porque traía la espada desenvainada debajo de la capa. El amigo empezóle a poner en razón para detenerle, y sin mirar más métele la espada por el cuerpo, y déjale allí. Era un hidalgo muy bienquisto, y gran poeta; llamábase Medinilla. El don Martín salió de una iglesia para ir a San Pedro Mártir, y en la propia iglesia le ha prendido el Corregidor, pero al muchacho no le han prendido hasta ahora, y está todo Toledo alborotado…»

El folio 48 del Libro de difuntos de la Parroquia de San Andrés es muy escueto: «En 30 de agosto mataron a Medinilla, criado del conde de Mora, y le enterraron en San Andrés.»
Más tarde, Jerónimo de Andrade «fue habido», es decir, detenido, y se comenzó a instruir un proceso que no pudo aclarar nada. Siete años después llegó a un arreglo con Gracia y Estefanía, las hermanas del poeta religiosas de Santa Úrsula, para que se apartaran de la causa contra él y otros inculpados, a cambio de una capellanía por el alma del difunto y el compromiso de alejarse de Toledo durante cuatro años.

Las obligaciones de tales capellanías consistían, generalmente, en una misa al año el día del aniversario de la muerte; pero las garantías de cumplimiento del compromiso eran nulas. El alejamiento consistió en vivir en Olías, donde Jerónimo de Andrada vivía ya porque tenía allí un señorío. El acuerdo se ha interpretado como un implícito reconocimiento de culpabilidad por parte de Andrada, pero creo que no fue más que la forma de dar carpetazo a un proceso que, por lo demás, también estaba ya más que muerto y sólo ocasionaba molestias a unos y a otros.

Nunca se han hallado los documentos del proceso, que deben de dormir su polvoriento sueño en los archivos de la Real Audiencia de Valladolid, a la que por entonces pertenecía Toledo. «Guarden ellos su misterio, y que Dios nos guarde a todos.»

 

Azarquiel

«Azarquiel dedicó su vida a la observación de los astros y de los planetas, y sus estudios dieron como fruto una serie de obras teóricas, instrumentales y astronómicas, entre las que destacan sus famosas Tablas Toledanas, utilizadas en el mundo latino durante los siglos XII y XIII»

Biografía

  • Nombre: Azarquiel, el Toledano que llego a la Luna.
  • Año de Nacimiento: Año 1028.
  • Lugar de Nacimiento: Toledo.
  • Vínculos con Toledo: Nació, vivió y trabajó en Toledo.
  • Año de Fallecimiento: 15 de octubre de 1100.
  • Lugar de Fallecimiento: Córdoba.
  • Aportaciones a Toledo: Ideó en Toledo sus «famosas tablas toledanas».
  • Reconocimientos: Aportaciones y estudios astronómicos.
  • Autor del Artículo: José B. Rodríguez.
  • Montaje Fotos: Toledo Desconocido.

Azarquiel. Toledo.

Azarquiel, El Toledano que llegó a la Luna

Allá por el siglo XI de nuestra era, las teorías astronómicas no se aceptaban en París o en Roma si no las admitían los árabes españoles, y el meridiano de Córdoba era tan universal como hoy lo es el de Greenwich. España, Al‑Andalus, era entonces la avanzadilla científica y cultural de Europa (más o menos como ahora, sin quitar ni poner) y había en Toledo, a la sazón musulmán, hombres muy sabios que hicieron de la ciudad el principal centro astronómico del Medievo. El más famoso fue sin duda el conocido como el hijo del cincelador, y con el sobrenombre de Al‑Zarquel o Azarquiel por sus ojos zarcos (azules) cosa poco frecuente entre árabes.

Nació Azarquiel alrededor del 1028 en el seno de una familia de artesanos, y pronto se convirtió en un hábil forjador de metales que confeccionaba instrumentos astronómicos para los sabios de Toledo; y éstos, con el fin de aprovechar mejor el ingenio y destreza del joven Azarquiel, no tardaron en darle acceso a las obras de los autores antiguos. El habilidoso artífice comenzó a estudiar con tal ahínco y dedicación que el alumno llegó a convertirse en maestro, y acabó siendo reconocido unánimemente como el más sabio en la ciencia del movimiento de los astros, gozando de universal prestigio por sus observaciones astronómicas y por la utilidad de los instrumentos que creó.

Azarquiel dedicó su vida a la observación de los astros y de los planetas, y sus estudios dieron como fruto una serie de obras teóricas, instrumentales y astronómicas, entre las que destacan sus famosas Tablas Toledanas, utilizadas en el mundo latino durante los siglos XII y XIII y substituidas más tarde por las de Alfonso X el Sabio (basadas en las de Azarquiel), que por su prodigiosa exactitud se han venido usando durante siglos hasta que los satélites artificiales introdujeron en ellas muy leves correcciones.

Intuyó la falsedad de las teorías geocéntricas, rechazó las trayectorias circulares de los astros y anduvo cerca de la diana de los movimientos elípticos, porque estableció como figura un óvalo que, por el diámetro de sus círculos, era casi una elipse. Quinientos años después, y en sus estudios sobre las órbitas de los astros, Kepler probó con el óvalo de Azarquiel antes que con la elipse.

El sabio toledano inventó la azafea, un instrumento de observación astronómica que permitía saber la hora de un lugar por la posición de los planetas, y la longitud y latitud de éstos en un momento dado. Y no sólo astrónomo, sino también astrólogo, estudió la supuesta influencia de los planetas sobre las personas según la posición zodiacal de aquéllos el día del nacimiento de éstas, y recogió sus observaciones en un libro titulado Influencia y figuras de los planetas. O sea, que cuando lea usted su horóscopo, acuérdese de Azarquiel.

Pero si las investigaciones y los instrumentos astronómicos hicieron célebre a Azarquiel, su obra más famosa fueron las clepsidras (en griego, algo así como «ladronas de agua») o relojes de agua. Un contemporáneo suyo dice de ellas: «Lo que hay de maravilloso y sorprendente en Toledo, tanto que no creemos que haya en todo el Mundo ciudad alguna que se iguale en esto, son dos recipientes de agua que fabricó el famoso astrónomo conocido con el nombre de Azarquiel.

Cuentan que este Azarquiel, como oyese hablar de cierta figura que hay en la ciudad de Arín, en la India, y de la cual dicen que señalaba las horas por medio de unas aspas, desde que salía el sol hasta que se ponía, determinó fabricar un ingenio o artificio, por medio del cual supieran las gentes qué hora del día o de la noche era. Al efecto hizo dos grandes estanques en una casa de las afueras de Toledo, a orillas del Río Tajo, no lejos del sitio llamado Bab al Dabagin (puerta de los curtidores) haciendo de suerte que se llenasen de agua o se vaciasen del todo según el creciente y menguante de la luna, de modo que el aparato de Azarquiel superaba en maravilla al de la ciudad de Arin.»

Estas clepsidras duraron hasta que el rey Alfonso el Sabio quiso saber cómo llegaba el agua a los estanques y cómo se efectuaba el movimiento. El encargado de averiguarlo fue un astrólogo judío que pidió al rey que le dejase desmontar una de las clepsidras a fin de estudiar su artificio para poder mejorarlo, comprometiéndose a instalarla después. El tal astrólogo, o hechicero, o lo que fuera, se jactaba de haber traído a Toledo todas las palomas de España en un solo día, y si eso es cierto, a él se deberán los toldos del Corpus, que hay quien dice que se instalaban para proteger a la procesión no del sol, sino de las palomas, y ya se sabe a qué me refiero.

Pero desmontar un mecanismo es más fácil que volver a montarlo; el judío no supo hacerlo, y uno de los relojes quedó inútil. Y como parece ser que funcionaban conjuntamente, averiado uno, se averió el otro.
Cuando en 1076 murió Almamún, el poderoso soberano de los reinos de Toledo, Valencia y Sevilla y gran protector de sabios y de poetas, Azarquiel marchó a Córdoba. Allí continuó su labor, realizó nuevas observaciones astronómicas e impartió sus enseñanzas hasta su fallecimiento el 15 de octubre de 1100.

No hay unanimidad a la hora de establecer dónde murió Azarquiel. ¿En Sevilla? ¿En Córdoba? Prescindiendo de los infinitos datos que pululan por Internet, muchos de ellos poco más que escolares, un estudio tan seriamente documentado como el de José Mª Millás Vallicrosa señala que «a consecuencia de grandes discordias -probablemente efecto de las luchas que precedieron a la caída del reino de Toledo en manos de Alfonso VI en 1085- Azarquiel […] se instala en Córdoba, bajo la protección de Al-Mutamid, el rey poeta de Sevilla, y durante largos años va prosiguiendo, rodeado de alumnos, sus observaciones astronómicas y redacta sus últimas obras.»

Como Al-Mutamid era rey de Sevilla, algunos asocian esta ciudad con la definitiva morada de Azarquiel (los Libros del Saber de Astronomía de Alfonso el Sabio parecen indicarlo así.) Pero esa referencia a Sevilla no es concluyente, y se puede explicar por el hecho de que Al-Mutamid reinó en Sevilla cuando Azarquiel (bajo la protección del rey) vivía, estudiaba y enseñaba en Córdoba. Y a falta de certificados de defunción, parece muy razonable afirmar que falleció en Córdoba. Cuestión menor, por cierto, y sobre la que no vale la pena extenderse más.

La comunidad científica internacional perpetuó la fama del insigne astrónomo dando su nombre a un cráter de 108 km. de diámetro situado en el meridiano central de nuestro satélite y elevando con ello la gloria toledana

-como dice Mariano Calvo en un magnífico artículo sobre Toledo- «a los mismísimos cuernos de la luna.»

Por eso nuestra ciudad puede gloriarse de ser la única del Mundo que ha puesto, no a man on the moon, un hombre en la Luna, como los americanos del Proyecto Apolo, sino tres; y además, mucho antes que ellos.

Porque Azarquiel está en buena compañía: a su nombre glorioso hay que añadir los de El Greco y Alfonso X el Sabio, que también tienen su propio cráter lunar en reconocimiento de su fama eterna. Y junto a ellos dos, el enaltecido, el estudioso, el renombrado, el grande Abu Ishaq Ibrahim. Ben Yahya AI‑Naqqas, el hijo de Yahya el cincelador. El árabe de los ojos azules: Azarquiel.

Oj‑alá (quiera Alá) que esté, rodeado de huríes, en el Paraíso de los creyentes.

 

Diego Duque de Estrada

«Por sus homicidios lo prenden y lo llevan a Toledo: torturado bárbaramente y sentenciado a muerte, se fuga de la cárcel con la ayuda de una monja que se enamora de él, y refugiado en la torre de la Catedral de Toledo, se descuelga por las cuerdas de las campanas»

Biografía

  • Nombre: Diego Duque de Estrada.
  • Año de Nacimiento: 15 de Agosto de 1589.
  • Lugar de Nacimiento: Toledo.
  • Vínculos con Toledo: Nació y vivió en Toledo.
  • Año de Fallecimiento: 30 Agosto de 1620.
  • Lugar de Fallecimiento: Cagliari.
  • Autor del Artículo: José B. Rodríguez.
  • Montaje Fotos: Toledo Desconocido.

Diego Duque de Estrada. Toledo.

Diego Duque de Estrada. El Caballero Desengañado: Armas y letras

A mediados del siglo XVII, y con motivo de la Guerra de los Treinta Años, España batallaba contra Francia, contra Inglaterra, contra los Países Bajos, contra Suecia, contra media Italia… Pero después de las derrotas de Lens y Rocroy y de la paz de Westfalia, que significaba la renuncia de España a cualquier tipo de protagonismo político o militar en Europa, el ejército vencido vuelve a la patria y el país se llena de soldados ociosos, colmados de gloria y de miseria.

Tipos arrogantes, pendencieros, camorristas, «género -dice Liñán y Verdugo- de gentes de razonable hábito, bigotes robustos, aspecto terrible, que pisan por la calle Mayor como en campaña; saben noticias, tienen avisos de los intentos del Turco, de las revoluciones de los Países Bajos y del estado de las cosas de Italia; y aunque no hayan salido más allá de Cartagena a despedir a una compañía, se llaman a sí mismos señores mílites. A la una del día comen, si se lo dan; suélense hacer convidar, piden prestado, fiado a no volverlo, y comen a costa de los que han de matar.» Hombres valerosos hasta la temeridad, ligeros de lengua y de manos, hábiles espadachines, sufridos, altivos…

Todo lo sufren en cualquier asalto;
sólo no sufren que les hablen alto.

Dirá de ellos Calderón en La rendición de Breda. Así eran los soldados españoles de principios de la Edad Moderna, obligados a desenvolverse entre nuevas armas de fuego, pagas esporádicas y difíciles ascensos, y a quienes es de aplicación lo que, hablando de la hazañería, dice Baltasar Gracián en El discreto: «Todas sus cosas son las primeras del Mundo y todas sus acciones hazañas; su vida toda es portentos, y sus sucesos milagros de la fortuna y asuntos de la fama; que no hay cosa en ellos ordinaria porque todas son singularidades del valor, del saber y de la dicha.»

A esta especie pertenece el toledano Diego Duque de Estrada, cuya autobiografía (que tituló Comentarios de el desengañado de sí mesmo, prueba de todos estados y elección del mejor de ellos) es el relato de la vida más portentosa que se pueda imaginar. De padres nobles, huérfano a los tres años, gran espadachín desde muy joven, guerrero y cortesano, sale pronto de lo rutinario al matar precipitadamente a su amada y a su mejor amigo. Perseguido por la justicia, huye a Andalucía, donde se bate con valentones de fama.

Por sus homicidios lo prenden y lo llevan a Toledo: torturado bárbaramente y sentenciado a muerte, se fuga de la cárcel con la ayuda de una monja que se enamora de él, y refugiado en la torre de la Catedral de Toledo, se descuelga por las cuerdas de las campanas. Se embarca para Italia y recorre todos los escenarios de las guerras europeas de la época y todo el teatro mediterráneo de los enfrentamientos con el Turco llevando a cabo hazañas siempre llamativas. En esa vorágine de imposible resumen llegará a privado del príncipe de Transilvania, será maestro de lengua española, experto militar, escritor fecundo, testigo de mil batallas y, finalmente, miembro de la Orden de San Juan de Dios en Cerdeña.

He aquí el desnudo esqueleto de una autobiografía llena de innumerables y variadísimas aventuras, que precisan su lectura directa «y que se leen -dice Benedetto Croce en Realidad y fantasía en las memorias de Diego Duque de Estrada- como una novela, por el deleite que ofrecen a la imaginación y por el calor y la plasticidad del estilo. Pero ¿es también una novela por el contenido de los hechos? ¿O en cuánta parte es historia y en cuánta novela?»
Veamos un resumen de su vida.

Huérfano a los tres años, crece bajo la tutela de un noble señor de Toledo, en cuyo escritorio encuentra unos papeles que el autor transcribe con todo detalle. En ellos nos cuenta que nació el 15 de agosto de 1589, y fue bautizado con el nombre de Justo Diego en la parroquia de San Andrés; pero de este bautismo, que según Duque tuvo por padrinos a un Obispo y una Marquesa Imperial cuyos nombres no cita, nada se ha podido hallar en los archivos parroquiales.

De su participación (con ¡trece años! en la expedición militar a la Mahometa, (Mammamet, en el norte de África) no hay constancia. Incluso tal expedición (no en 1602, sino en 1605) sería dudosa de no mencionarla Alonso de Contreras en el Capítulo VIII de su Vida. Contreras sitúa la acción el día 14 de agosto de 1605; Duque, en 1602. Esta discordancia levanta nuevas dudas sobre la exactitud de los datos de Don Diego.

Su estancia en Italia es cierta. Los documentos del Archivo de Estado en Nápoles confirman que en 1614 sentó plaza de soldado. Su boda con Lucrecia Morelli tiene lugar el 11 de abril de 1616, en la parroquia de Santa Ana de Palacio, en Nápoles, según reza el Libro de Matrimonios de esa parroquia, aunque él, tanto en el relato principal como en el Discurso de su vida por años del final de la obra, da la fecha del 5 de abril.

Como no podía ser menos, Don Diego es preferido a otros dos caballeros: un capitán napolitano, noble y principal, y un rico, pero anciano, caballero calabrés. La decisión de la joven es tajante: «O el español, o un convento.» Para la unión hay que instruir el preceptivo expediente matrimonial, que se conserva en el archivo del Arzobispado de Nápoles.

El 14 de marzo de 1616, «don Diego Duque de Estrada, español y natural de Toledo, de veintitrés años de edad, residente en Nápoles…» declara bajo juramento que «Don Juan Duque de Estrada y Doña Isabel Duque de Estrada, mis padres -no extrañen la igualdad de apellidos: marido y mujer eran también tío y sobrina-, están vivos y se encuentran en Toledo, y hace cerca de dos años que partí de mi casa y de ella vine a Nápoles, y no he estado casado nunca…» Dos testigos confirman esta declaración: uno, Diego Liscón, de cuarenta y seis años, español y toledano, vecino de Nápoles y zapatero de oficio. Según su testimonio, conocía a los padres de Duque de Estrada, de quienes había sido vecino, y a Diego, nacido de ellos.

El otro testigo se llamaba Bartolomé del Castillo, español de Toledo, de cincuenta años, soldado de la compañía de Juan de Paredes. También conocía a los padres de Diego, y con él había ido a Nápoles dos años antes. De este expediente matrimonial Duque no hace mención alguna. Pero los archivos hablan. Y dicen que Diego, en 1616, declaró bajo juramento tener veintitrés años de edad, no veintisiete como tendría de haber nacido en 1589; que sus padres vivían, no que murieron cuando él tenía tres años.

Si el juramento no es falso, cae por tierra una parte muy importante de su historia: la relación de su orfandad y tutoría y su expedición a la Mahometa, imposible con nueve años. Tampoco pudo entrar con esa edad en la Corte de Madrid y asombrarla con sus habilidades.

Todo el relato de su juventud se convierte en invención, la muerte de su amada en 1607 (él con catorce años) no es creíble, y de tal modo se rellena la historia de mentiras que se contagia de su falsedad. Y no deja de extrañarme que siendo Diego (según él dice) amigo y camarada de nobles y caballeros muy principales, que goza de su favor y valimiento, que por sus hazañas y valentías asombra a todos y de todos es conocido, tenga que recurrir para dar fe de su nombre y patria a un zapatero y a otro soldado de fortuna como él.

Su participación en la jornada de las Querquenes (las Islas Karkenah, en el golfo tunecino de Gabes) el 28 de septiembre de 1611, suscita también serias dudas. La fecha del combate está acreditada por numerosos cronistas de la época, y se consigna en una Relación de la victoria que el Marqués de Santa Cruz obtuvo en los Querquenes el 28 del mes de septiembre de 1611.

Don Diego nos cuenta que pidió tomar parte en la acción militar, siendo de los primeros en vadear un lago pantanoso para rescatar al Duque de Nochera, herido en la batalla. Pero… en septiembre de 1611, y según su propio testimonio, Don Diego se reponía en Toledo de las torturas del verdugo. Y una de dos: o no estuvo en las Querquenes, o no estuvo en la cárcel. Duque de Estrada se va perfilando, pues, como un vanidosillo que, a veces, casi nos convence de su valor con la espada por su habilidad con la pluma.

Pero dejemos pasar el tiempo hasta llegar a 1618.

Venecia, la Señoría del Adriático, es la china en el zapato mediterráneo de la Casa de Austria. Unas veces se alía con el francés, otras con el Turco, pero «siempre tratando de dañar y debilitar el buen nombre de España». Por eso, hombres como el duque de Osuna, virrey de Nápoles, y el marqués de Bédmar, embajador de Felipe III ante el Dux, son enemigos irreconciliables de la República veneciana.

Astutamente, ésta hace correr el rumor de que los españoles han formado una conjuración que tiene por objeto quemar el arsenal y saquear la Casa de la Moneda, donde se guarda el dinero de la República, y señala como organizadores de la misma al Duque de Osuna y al marqués de Bédmar. La mentira logra su objeto: Bédmar tiene que abandonar Venecia, y Osuna, acusado de querer proclamarse rey de Nápoles, acaba siendo destituido y encarcelado.

Todo esto es archisabido, como también que la supuesta conjura no existió nunca. «No hay que volver -dice Croce- sobre la manida cuestión de la conjura, que los críticos modernos rechazan totalmente». Sin embargo, Duque refiere su participación en ella al mando de cuatrocientos soldados para apoderarse del arsenal… (en la segunda mitad de 1619, cuando los bulos habían corrido en mayo de 1618).

De nuevo aflora la sospecha en torno a la veracidad del relato de Duque de Estrada que, por cierto, silencia este episodio en el Resumen de su vida por años que hace al final de la obra: ahí confirma la estancia en tierras calabresas, repite con exactitud sus ingresos por pagas y tránsitos (dietas, diríamos hoy) pero nada dice del acontecimiento.

La actividad literaria de Duque de Estrada, aparte de sus Comentarios, produjo comedias que, siempre según su autor, fueron muy celebradas. En total, una veintena de obras (cuyos títulos va citando a lo largo de su autobiografía) ninguna de las cuales, absolutamente ninguna, ha llegado a nuestros días.

Malhadada casualidad, que nos ha privado de su disfrute. Nos ha llegado, en cambio, un poema titulado nada más y nada menos que -tomen ustedes aire- Octavas rimas a la insigne victoria que la Serenísima Alteza del Príncipe Filiberto ha tenido, conseguida por el Excelentísimo Marqués de Santa Cruz, su Lugarteniente y Capitán General de las galeras de Sicilia, con tres galeones del famoso corsario Alí Araez Ravazin, compuesta por Diego Duque de Estrada. Dirigida a Su Alteza misma. Es un poema en 108 octavas reales. No lo he leído ni pienso hacerlo, porque Gayangos lo hizo y lo juzgó de escaso mérito; las dos primeras octavas que transcribe acreditan de bueno su dictamen.

Su vida en Italia es intensa y disoluta: «Hallábame lleno de vicios, muertes, heridas, amancebamientos, trayendo mujeres de lugar en lugar, por quien me sucedían los más destos casos, que no he referido por ser largos, muchos y poco honestos…». «Llegó nuestra desvergüenza a lo peor con damas cortesanas y valentones de la hampa.» En una de ésas, mata a un caballero en una riña de taberna y vuelve a huir, esta vez con una doña Francisca: «Dejé mi pobre mujer y cuatro hijos varones y dos hembras -eso era en 1622: casado en 1616, las cuentas salen justas- y llevándome a cuestas mi pecado partí.» Su pecado era la doña Francisca. Pero aún tuvo tiempo para volver con su mujer y engendrar otra hija: Isabel, la única que al final le quedó.

Algunas veces cuenta que las cosas le marchan bien, y está a punto de ser nombrado general de las galeras por el príncipe Filiberto, virrey de Sicilia; causa asombro por su arrojo al Marqués de Santa Cruz; es privado de Don Pedro de Médicis, y con él es nuestro protagonista «quien gobernaba en Liorna, y perdonaba galeras y vidas de hombres, condenando o absolviendo.»

Otras veces, la rueda de la fortuna gira y lo deja en Padua solo, robado y sin recursos; pero a los dos meses «llegué a portarme de tal manera en algunas disputas morales de que yo era capaz, que creyó toda la Universidad ser yo un filósofo consumado». Sin embargo, tanto Cossío como Croce coinciden en que sus estudios en la Universidad de Padua no están acreditados en los Archivos de aquella escuela.

En Padua conoce al embajador de Transilvania, que para lograr sus servicios le nombra gentilhombre de su cámara y maestro de lenguas. Pasa dos años en la corte del príncipe Bethlen Gabor, donde recoge trofeos amorosos y escala los más altos puestos; pero la muerte del príncipe y su mucha privanza con la princesa viuda levantan rumores y marcha a Viena. Allí gana la estima del ilustre general español don Baltasar Marradas, asiste con él a la batalla de Lutzen (que fecha el 12 de noviembre de 1632, aunque se dio el 16); presencia la muerte de Gustavo Adolfo de Suecia «porque llegó tan cerca el Rey que pudiera retratarle»…

«De la resulta de esta tan señalada victoria, me tocó el gobierno de la provincia de Buduwaiz, y entré por camarada del Conde Don Baltasar Marradas, mi general.» A este respecto, señala Henry Ettinghausen «la falta de su nombre en la correspondencia del general Marradas, cuyo fiel confidente pretende haber sido». Sus relaciones con Transilvania y su Rey Bethlen Gabor -opina Cossío-, así como su estancia en aquella Corte, parecen novelescas. De la misma opinión es Croce.

Y en medio de tanta grandeza y bienandanza, un frailecico con el que se confiesa le indica que debe volver a Italia, «porque Dios me quería para otro estado diferente de aquél.» En el camino de vuelta a casa, recibe la noticia de la muerte de su mujer «del susto de la alegría de mi venida. Ya se habían muerto seis hijos míos, y me quedó solamente Isabel, de trece años.»

Éste es el final de sus aventuras mundanas.

El ingreso en la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios con el nombre de fray Justo de Santa María (18 de febrero de 1636) y su vida en ella es la parte mejor documentada de sus Comentarios. En la Crónica española de la Orden se lee que «la provincia de Cerdeña ha tenido religiosos señalados en la ciencia, en la virtud y también en las armas; porque de ella era hijo fray Justo Duque de Estrada; el cual, después de haber sido Maestre General de Campo, tomó nuestro hábito.»

Los anales de la Orden son siempre elogiosos con él. De su vida en el siglo se anotan sólo rasgos favorables y cargos muy elevados que jamás desempeñó: así el de Maestre General de Campo (?) que no tuvo ni por soñación (no pasó de soldado raso, y en la milicia española nunca fue capitán sino en promesas); sus estudios en Padua y sus escritos de literatura y filosofía, que no existen… ¿Redactó el cronista su semblanza con los datos que el propio Duque le facilitó, corrigiendo y aumentando lo que le pareció y callando lo que le convenía?

«Su figura -dice el P. Gabriele Russotto, de la Orden Hospitalaria San Juan de Dios, en su obra I Fatebenefratelli in Sardegna-, ha sido retratada por Benedetto Croce de forma a veces poco lisonjera y con críticas quizás preconcebidas. Más objetiva es la autobiografía en la que el mismo fray Justo, con sinceridad y sencillez, narra sorprendentes y desconcertantes episodios de su vida.»

Lo desconcertante es que un cronista juzgue más objetiva una autobiografía que la visión de un historiador imparcial. Quedémonos con la escueta referencia de Antonio Canales en la Invasión de la armada francesa hecha sobre la ciudad de Oristan: «Por cabo de la milicia eclesiástica se nombró a Fray Justo Duque de Estrada». Entre aquellos pacíficos frailes, «de los que había mozos que aún no sabían cuál era el corte del cuchillo para cortar el pan», era el único que conocía una espada.

La redacción de los Comentarios acabó el 18 de octubre de 1646. La vida de su autor, el 13 de febrero de 1649. Que Dios haya dado paz y descanso a quien nunca, en este mundo, tuvo ninguna de las dos cosas.

Volvamos, para terminar, a la pregunta que se formulaba Croce: la narración de Duque ¿en cuánta parte es historia y en cuánta novela?

Hay algo que no comentan ni Cossío, ni Ettinghausen, ni Croce: Duque no llevaba un diario, no escribía por la noche lo que le había sucedido por el día. A veces -él lo dice- pasaba mucho tiempo, incluso años, sin tocar sus memorias. Siendo así, ¿no es sorprendente la pasmosa nitidez con que recuerda hasta su menor detalle situaciones y circunstancias de hace meses o años, como si las hubiera vivido el día antes? Todos los actores en cualquier suceso, sus nombres y apellidos, sus armas y atavíos, las bandas y plumas de los caballeros, los vistosos arreos de los caballos, la disposición y orden de los ejércitos en una batalla, con una visión total que sólo podría tener un General desde su puesto de mando…

¿Recuerdan ustedes las corbatas de todos los que estaban en su mesa en la última boda a la que asistieron? Pues Duque sí que se acuerda, y de todas las bodas. ¿Por qué tenía una memoria prodigiosa? No: porque no ponía límites a su imaginación. La aparente exactitud de los recuerdos menudos, esa asombrosa retentiva para lo nimio, es precisamente la mejor base para afirmar que Duque no historiaba su vida: la inventaba adornándola con las flores que no tuvo. No como fue, sino como le hubiera gustado que fuese.

El Siglo de Oro español, que dio al mundo con el Quijote la mejor novela social jamás escrita y alumbró con el Lazarillo el género nuevo de la novela picaresca, tuvo también, con Diego Duque de Estrada, un adelantado: doscientos años antes que Walter Scott, el toledano creaba la novela histórica. Una novela histórica con tantas batallas, lances, pendencias, desafíos, amores, heroísmos y traiciones, que ríanse ustedes de Ivanhoe. Para que no falte nada, tiene también su bella judía; sólo que en vez de llamarse Rebeca se llama Raquel.

Lean los Comentarios: es una buena, buenísima, magnífica novela. Olvídense del rigor histórico, no pongan reparos a sus tres efes (ficciones, fantasías y fabulaciones) y comprobarán que el recorrido vital de Don Diego Duque de Estrada, con sus imaginarias andanzas y sus soñadas aventuras, si non é vero, é ben trovato.

Lope de Vega

«En 1591, Lope llega a Toledo para cumplir aquí los ocho años de destierro de la Corte que le fueron impuestos por sus libelos contra Elena Osorio, y alquila una casa en la Calle de la Sierpe para vivir con Isabel de Urbina»

Biografía

  • Nombre: Lope de Vega.
  • Año de Nacimiento: 25 de noviembre de 1562.
  • Lugar de Nacimiento: Madrid.
  • Vínculos con Toledo: Vivió en Toledo.
  • Año de Fallecimiento: 27 de agosto de 1635.
  • Lugar de Fallecimiento: Madrid.
  • Autor del Artículo: José B. Rodríguez.
  • Montaje Fotos: Toledo Desconocido.

Lope de Vega. Toledo.

Lope de Vega y un soneto

Lope de Vega no ha sido nunca santo de mi devoción. Como dramaturgo, y junto a obras geniales, aparecen otras muchas nacidas de la vulgaridad porque según él mismo dijo, «como las paga el vulgo, es justo hablarle en necio para darle gusto.»

Como hombre, su conducta dista mucho de ser ejemplar. Sus amoríos con María de Aragón, soltera; con Elena Osorio, casada; Juana de Ribera, «mujer enamorada amiga suya»; Isabel de Urbina, con la que se casó tras raptarla; Micaela Luján, casada; su proceso por amancebamiento con Antonia Trillo, viuda; su boda por interés con Juana Guardo; y tras su ordenación como sacerdote, su relación, intermitente pero nunca extinguida, con Jerónima de Burgos, la actriz más licenciosa de la época; con Lucía Salcedo, la loca, y finalmente con Marta de Nevares, casada, dan el verdadero retrato de un libertino sin ningún freno moral.

Tuvo hijos con sus esposas Isabel y Juana, y con sus amantes Micaela y Marta; quizás también con Lucía: «veinte días hablé con la loca, y lo he pagado hasta mis descendientes, como pecado original». Parece referirse a un hijo, quizá con algún defecto, del que poco o nada sabemos: su nombre pudo ser Fernando Pellicer, al que en 1616 veremos de fraile franciscano con el nombre de Fray Vicente.

No tuvo nietos: él, que conoció tantas camas, no meció ninguna cuna. En cuanto a dignidad, su abyección llega al límite cuando lo vemos viviendo a costa de las poco honestas ganancias de Jerónima de Burgos: «Yo, señor (escribe al Duque de Sessa sin ningún decoro), lo he pasado bien con Jerónima; aquí he visto a los señores rondar mi casa. Galanes vienen, pero con menos dinero del que habíamos menester…» Sonroja el nivel de envilecimiento a que muchas veces desciende Lope.

Pero vayamos al grano. ¿Lope en Toledo? ¿Cómo fue eso?
En 1591, Lope llega a Toledo para cumplir aquí los ocho años de destierro de la Corte que le fueron impuestos por sus libelos contra Elena Osorio, y alquila una casa en la Calle de la Sierpe para vivir con Isabel de Urbina. El alquiler era por un año, desde «el día de Nuestra Señora de agosto». Se alquiló a Francisco de Barrientos, mercader, por 300 reales al año, pagaderos por los tercios acostumbrados: «pasqua de navidad, pasqua de rresureción y santa maría de agosto».

Cumplido el destierro, marcha a Madrid y, tras el fallecimiento de Isabel y la boda con Juana de Guardo, Lope vuelve a Toledo y arrienda una casa en el barrio de San Justo, donde vive con su mujer, y otra para Micaela Luján, a la sazón su amante, en el barrio de San Lorenzo. Desde aquí escribe a su amigo el doctor Angulo: «Toledo está caro, pero famoso; las mujeres hablan, los hombres tratan; la Justicia busca dineros.

Representan comedias, silba la gente; pregónase en el patio que no pase tal cosa, y así, apretados los toledanos para no silbar, se peen, que para el Alcalde mayor ha sido grande desacato, porque estaba ese día sentado en el patio. De poetas no digo; buen siglo es éste. Muchos están en ciernes para el año que viene, pero ninguno tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quijote». Su soberbia y su envidia le dictan estos versos:

Y ese Don Quijote baladí
de culo en culo por el mundo va,
vendiendo especias y azafrán romí,
y al fin en muladares parará.

O sea, que las páginas del Quijote sólo servían para envolver especias y para usos menos nobles aún. Mala cosa, la envidia.
En Toledo nace Marcela, hija de Lope y de Micaela, y es bautizada en la Iglesia de la Magdalena como «hija de padres no conocidos». Y en Toledo nace Carlos Félix, hijo de Lope y de Juana, y es bautizado en la Iglesia de San Justo. Por cierto, al sacristán de San Justo echará Lope las culpas de su marcha a Madrid, según después dice en otra carta:

«De no haber sacristanes en San Justo,
nunca Madrid en su rincón me viera».

No cuesta mucho imaginar a un fornido sacristán cortando los revoloteos de Lope alrededor de una garrida sacristana. Aparte de su amistad con Baltasar de Medinilla (no tan sincera como piensan algunos, y véase al respecto el artículo dedicado al poeta toledano), hay un poeta citado por Esteban Villegas en su obra Las eróticas o amatorias:

«Que si bien consideras, en Toledo,
hubo sastre que puede hacer comedias»

y por Suárez de Figueroa en El pasajero: «Este [sastre] fue el de Toledo: sin saber leer ni escribir iba haciendo coplas por la calle, pidiendo a boticarios y a otros que tenían tinteros y pluma se los anotasen en papelitos…»

¿Qué sastre era éste? ¿Cuál fue su relación con Lope?

Se llamó Agustín Castellanos. Hay constancia escrita de que compuso seis obras teatrales, de las que sólo se conserva una: Mientras yo podo las viñas. El manuscrito (no de mano del sastre, que ya queda dicho que no sabía escribir, sino de un tercero) se encuentra lleno de correcciones de puño y letra de Lope. Tan estrecha fue su relación con éste, que actuó de testigo en el bautizo de Marcela y de fiador en los contratos del Fénix: cuando Micaela Luján alquila la casa del barrio de San Lorenzo, aparece como fiador Agustín Castellanos, sastre.

El escribano confirma el analfabetismo de que habla Figueroa: como el fiador no sabe escribir, firma un testigo «a ruego de Agustín Castellanos». El contrato se renovó un año después. El fiador era también Castellanos, que dijo no saber escribir, y esta vez el testigo fue Lope de Vega.
Item más: para celebrar el nacimiento del futuro Felipe IV, en abril de 1605 se celebra en Toledo una justa literaria. El Ayuntamiento de Toledo ruega a Lope se encargue de ella «como poeta toledano, pues residía entonces en esta ciudad y la reconocía por madre», El poeta sastre concurre y casualmente gana el primer premio. Y hacia 1611 se pierde su rastro.

Trasladada la Corte a Madrid en 1606, a Madrid se traslada Lope. Micaela Luján siguió viviendo en Toledo, mudándose al Callejón de Córdoba. Y en 1614, Lope abraza el sacerdocio: el 12 de marzo viene a Toledo para ordenarse. El 15 escribe al Duque: «Aquí me ha recibido Jerónima de Burgos con muchas caricias. Está mucho menos entretenida y más hermosa». El 23 pondera lo ordenado de su vida, pero confiesa: «También me divierto en mis tristezas con Jerónima». Ésta era la conducta del sacerdote recién ordenado. Como dice Américo Castro, nada nos obliga a pensar que mantuviese con ella piadosas relaciones.

Lope relata en La Filomena la buena acogida que le hicieron los toledanos, y cuánto le favorecieron. ¿Cómo agradeció el Fénix el acogimiento y los favores? Quizás (y digo quizás porque su autoría no está totalmente probada, aunque mis sospechas son muy fundadas) con un soneto infame, para cuyo autor Toledo es un basurero lleno de mozos afeminados, maridos cornudos, madres celestinas de sus propias hijas, hombres que sólo son valientes si se juntan muchos, y otras lindezas de fácil comprensión.

Poca justicia, muchos alguaciles,
cirineos de putas y ladrones, (1)
seis caballeros y seiscientos dones, (2)
argentería de linajes viles; (3)

doncellas despuntando de sutiles; (4)
dueñas, para ser dueñas de intenciones; (5)
necios a pares y discretos nones, (6)
galanes con adornos mujeriles;

maridos a corneta ejercitados, (7)
madres que acedan hijas como vino; (8)
valientes en común, y en común miedo; (9)

jurados contra el pueblo conjurados; (10)
amigos, como el tiempo, de camino; (11)
las calles muladar… Esto es Toledo.

1- En la pasión de Cristo, un cirineo (hombre natural de Cirene) le ayudó a llevar la cruz. Aquí se refiere a los rufianes y chulos de las prostitutas, a las que prestan ayuda y protección.
2- Seis caballeros: escaso número. Seiscientos dones: multiplica por cien los pocos caballeros para dar seiscientos vanidosos con título de don.
3- Brillo y ostentación, como la argentería (bisutería) pero linaje vil.
4- Con la virginidad perdida.
5- Dueñas: mujeres casadas. Dueñas de intenciones: celestinas que usan sus malas artes para torcer la voluntad de las doncellas.

6- nones: de uno en uno, pocos. Necios muchos y pocos discretos.
7- Aunque en la mayoría de los textos leo «cometa», con eme, creo que debe de ser «corneta», con ere y ene. Los cometas celestes no tienen ninguna connotación peyorativa. Las cometas vuelan alto, y nada más. La «corneta» enlaza fácilmente con el «cornete», diminutivo del «cuerno» de los maridos engañados: «maridos acostumbrados a los cuernos».

8- Acedarse un vino es agriarse, estropearse. Acedar hijas es envilecerlas, llevarlas al mal camino.
9- Valientes en común: valientes cuando son muchos. En común, miedo: la cobardía como defecto común.
10- Jurados: representantes del pueblo en los Cabildos o Ayuntamientos.
11- Amigos variables, como el tiempo. Amigos de camino: amigos que se hacen yendo de camino, que uno no vuelve a recordar cuando se separa de ellos.

Hay quien dice que por el desenfado y libertad de las frases pudiera atribuirse a Góngora o a Quevedo. No tengo yo noticia de que ninguno de los dos hiciese largas estancias en Toledo (Quevedo venía de vez en cuando para trámites administrativos que despachaba en uno o dos días) y no parece razonable, por tanto, que tuvieran motivos fundados para hablar mal o bien de nuestra ciudad. Pero sin desdeñar la posible autoría de los citados poetas, el soneto puede haber sido escrito por alguno de los numerosos ingenios del Siglo de Oro español aficionados a denigrar a determinadas ciudades.

¿Por qué podría Góngora tener inquina a Toledo? Inexplicable, como la que mostró contra Galicia. «La antipatía de Góngora hacia el universo gallego -dice un estudioso- carece en principio de justificación, y quizás tan sólo se pueda interpretar como una inconsciente oposición de contrarios entre el mundo sombrío, húmedo y cerrado del norte y el luminoso, seco y abierto horizonte andaluz que él estaba acostumbrado a respirar.» Argumento que vale también para Toledo: una contraposición entre la ciudad severa, austera y enlutada de clérigos, monjas y caballeros del Greco y la ciudad alegre y confiada que por su carácter sureño siempre ha sido Córdoba.

En 1609, comisionado por el Cabildo de la Catedral de Córdoba, el canónigo don Luis de Góngora y Argote realiza un largo viaje por el centro y el norte de España. Visita, entre otros lugares, Madrid, Alcalá, Álava y Pontevedra. De su viaje a Galicia para visitar esta última ciudad nos queda este soneto (también apócrifo):

A GALICIA
Pálido sol en cielo encapotado,
mozas rollizas de anchos culiseos,
tetas de vacas, piernas de correos, (1)
suelo menos barrido que regado. (2)

Campo todo de tojos matizado
berzas gigantes, nabos filisteos (3)
gallos del Cairo, búcaros pigmeos, (4)
traje tosco y estilo mal limado.

Cuestas que llegan a la ardiente esfera (5)
pan de Guinea, techos sahumados, (6)
candelas de resina con tericia; (7)

papas de mijo en concas de madera, (8)
cuevas profundas, ásperos collados,
es lo que llaman reino de Galicia.

1- Piernas de correo: piernas poco femeninas, sólidas y musculosas, como las de los valijeros o correos de a pie, antiguamente encargados de la conducción de la correspondencia entre pueblos cercanos.
2- Más regado (por las lluvias continuas) que barrido (por la falta de limpieza).
3- Nabos filisteos: enormes, en alusión al bíblico gigante filisteo Goliat.
4- Gallos: pescado de consumo habitual entre la gente humilde. Ignoro a qué pueda referirse la expresión «del Cairo». ¿Grandes, como las pirámides egipcias?

5 – Tan empinadas que llegan al Sol.
6 – Pan negro, como las gentes de Guinea. Sahumados significa «perfumados», pero Góngora juega con la inmediatez de las dos eses para que se pronuncie «techos ahumados» (como muestra de suciedad).
7 – Velas de sebo, amarillentas como un rostro con ictericia.
8 – Tortas de mijo (maíz) en cuencos de madera, toscos y pobres.
i hemos de hacer caso a las atribuciones, Madrid tampoco se libra de Góngora:

Cuatrocientas mil putas y cornudos,
mentís los no casados otros tantos, (1)
muchos hipocritones, pocos santos,
infinidad de calvos melenudos; (2)

botos de ingenio en opinión de agudos, (3)
niñas que piden, tías con encantos, (4)
virgos postizos, y prestados mantos,
que ellos celosos y maridos mudos. (5)

Esperanzas en flor, virtudes pocas, (6)
promesas justas, obras infernales, (7)
sobornos al del dijo y al del fallo. (8)

Bolsas vacías, vacilantes bocas,
coches, frailes, basura y hospitales.
Esto es Madrid, y lo demás que callo.

1- «Mentís los no casados otros tantos»: los solteros, que no tienen por qué encubrir la deshonra de casados y casadas, elevan el número al doble.
2- Se aprecia en Góngora, y más aún en Quevedo, la aversión a tintes y postizos para el pelo, lo mismo en hombres que en mujeres.
3- Góngora escribió con «v» (votos) lo que hoy escribimos con «b» (botos). Botos, romos de ingenio (ingenios embotados) tenidos por agudos.
4- Que piden (dinero), que se venden. Tías (celestinas) con encantos (pócimas amatorias, filtros y afrodisíacos).

5- Verso para mí incomprensible. ¿Quiénes son «ellos»? ¿Los virgos, los mantos? No tiene mucho sentido. Evidentemente, no los encantos, demasiado lejanos en la frase. Obsérvese el empleo en casi todos los versos de términos que se contraponen: hipocritones, santos; niñas, tías; esperanzas, realidades; promesas, obras… Algunos versos se refieren a un solo concepto; pero ninguno remite a otro anterior, como parece ser que sucede en éste. A mi juicio, puede tratarse de un error de lectura por parte del impresor, y en tal caso habría que encontrar un substantivo de escritura parecida a «que ellos» que conviniese a «celosos», en contraposición con los «maridos mudos.» Yo lo he buscado sin éxito.

6- Esperanzas en flor: aún no convertidas en fruto.
7- Este verso, como el anterior, insiste en las buenas promesas y malas obras.
8- Ataca a la justicia venal: sobornos «al del dijo», al que testifica, y al del «fallo», al juez que sentencia.

Pero…Góngora murió en 1627 sin haber permitido que se imprimieran sus versos. En seguida se publicó en Madrid la primera edición de sus escritos, pero el libro fue recogido cinco meses después para ser expurgado por una denuncia que decía «que el autor fue don Luis de Góngora, prebendado de la Catedral de Córdoba, el cual no permitió que se imprimiesen sus obras por repugnar a su estado [religioso] las composiciones indecentísimas y llenas de inmundicia, que pasan de burlas y chocarrerías y llegan a la lascivia y picardía. En el libro se habla mal de curas y monjas, doncellas y casadas y contra fama de personas conocidas…»

Las composiciones suprimidas por el expurgatorio se imprimieron más tarde, entre 1644 y 1648. En ellas se encuentran 29 sonetos, de los cuales cinco se consideran auténticos, 19 atribuibles y dos apócrifos, entre ellos el de Toledo. Ni auténtico ni atribuible. Apócrifo (fabuloso, supuesto o fingido, según el Diccionario de la Academia). En resumen, incierto. Bien es verdad que Góngora escribió un romance, éste auténtico, titulado «El Castillo de San Cervantes» (San Servando), que se expurga de la edición de 1627 como «maldiciente contra Toledo y sus casados; lascivo con demasía.» Pero el soneto maldito puede ser de Góngora… o de Lope.

Los poetas clásicos eran inmisericordes. Veamos, por ejemplo, lo que dice de Córdoba don Juan de Tarsis y Peralta, conde de Villamediana:

Gran plaza, angostas calles, muchos callos,
obispo rico, pobres mercaderes,
buenos caballos para ser mujeres, (1)
buenas mujeres para ser caballos.

Casas sin talle, hombres como tallos, (2)
aposentos colgados de alfileres, (3)
Baco descolorido, flaca Ceres, (4)
muchos Judas y Pedros, pocos gallos. (5)

Agujas y alfileres infinitos,
una puente que no hay quien la repare,
un vulgo necio, un Góngora discreto, (6)
un San Pablo entre muchos sambenitos. (7)
Eso es Córdoba. Aquél que más hallare
póngaselo en la cola este soneto

1- Este verso y el siguiente aluden desvergonzadamente a la monta en sus dos sentidos.
2- Casas bajas y amazacotadas.
3- Córdoba tenía por aquella época una floreciente industria de agujas y alfileres que aún se conserva, aunque no sé si todavía florece.
4- Mal vino, mal trigo.
5- Muchos traidores y renegados, pocos que supieran hablar claro y alto.
6- Villamediana fue gran amigo de Góngora. Este verso es la mejor prueba de quién fue su autor.
7- La iglesia de San Pablo y el convento del mismo nombre, ya desaparecido. El sambenito era un distintivo que la Inquisición imponía a los herejes y judíos reconciliados con la Iglesia. Muchos sambenitos es, pues, sinónimo de abundancia de protestantes y hebreos.

Lope difería poco de los citados. Y en cuanto a desenfado y libertad, y a procacidad e insolencia, Lope daba ciento y raya a Quevedo, a Góngora, a Villamediana y al lucero del alba. Y lo que no tenía razón de ser en Quevedo, ni en Góngora, ni en Villamediana, era perfectamente explicable en Lope, que no estuvo en Toledo por su voluntad, sino cumpliendo un destierro. Toledo fue para Lope una ciudad odiosa y odiada. ¿Comprenden ustedes por qué Lope de Vega no ha sido nunca santo de mi devoción?

Más Información

Para aportar algo más de información y de esta manera aprovechar mejor la visita a Toledo, en la parte inferior os dejamos enlaces de algunos lugares, sitios y datos que seguro os pueden ser de utilidad. Recomendamos donde comer, la visitas si necesitas un guía oficial o donde comprar, así como algunos teléfonos donde solicitar más información.

Donde Comer

Bar Restaurante Rinconcito Tap Station. Es mejor reservar. Telf. 925 216 013. Ambiente acogedor y calidad precio excelente. Situado en la calle Santo Tomé, número 30 (Zona de Museos junto a la iglesia de Santo Tomé y el Cuadro del Señor de Orgaz). Variedad de Paellas y Arroces, Carnes de primerísima calidad (Entrecot y Chuletón), Pizzas Artesanas, Pescados y mucho más… o si lo prefieres tapas de barra para acompañar nuestras siete variedades de cerveza de barril de la estación de grifos de Rinconcitotapstation.es. Alta valoración en Google y Tripadvisor.

Visitas Guiadas de Toledo

Diego Calderón
Guía Oficial de Turismo de Toledo.
Tdetoledo.com
info@TdeToledo.com
Telf. +34 666 16 70 84.

Compras

Mazapán: Obrador de Santo Tomé. Telf. 925 223 763.
Santo Tomé, 3 (Zona de Museos). Obrador. Mazapan.com

Gastronomía

Los platos típicos de la ciudad de Toledo son Las Carcamusas y la Perdiz a la Toledana. Todo ello regado con los buenos caldos de la región con denominación de origen La Mancha. Y de postre, como no puede ser de otra manera el mazapán.

Teléfonos de Interés

Oficina de Turismo: Puerta de Bisagra s/n. Telf. 925 220 843.
Centro Cívico Casco Histórico: Garcilaso de la Vega, 1. Telf. 925 25 75 29.
Casa de la Cultura: Río Alberche, s/n. Telf: 925 23 25 18.

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Enlaces de Interés

Textos: José B. Rodríguez. Montaje de Fotos: Toledodesconocido.

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